La pobreza, en Italia, parece tener nuevo manual de estilo: se reduce cuando se deja de contar. Con la sustitución de la Renta Ciudadana por el Subsidio de Inclusión (ADI), el gobierno celebró “una reforma responsable”. Cáritas, en cambio, lo llama por su nombre: exclusión institucional.
El informe anual de Cáritas Italiana es demoledor. Los beneficiarios del nuevo subsidio se redujeron entre un 40% y un 47%. En números humanos, cientos de miles de familias quedaron fuera del radar de ayuda pública. Y, por si faltara ironía, los más golpeados son los extranjeros, que ya cargaban con las peores condiciones laborales y habitacionales.
El truco burocrático fue simple: redefinir quién merece ayuda. Ahora sólo califican los mayores de 67, los discapacitados y las familias con hijos menores. Los demás —trabajadores pobres, parados jóvenes, migrantes— no cumplen con el guion de la “vulnerabilidad aprobada”.
Mientras tanto, las parroquias de Cáritas se convierten en supermercados de emergencia. Paquetes de pasta, recibos de luz impagos, cuadernos para los hijos: la pobreza vuelve a pasar por la puerta de la sacristía. Lo que antes era red social, hoy es limosna de supervivencia.
La paradoja es tan italiana como el espresso: el país que inventó el derecho romano y el humanismo renacentista es, en 2025, el único de Europa sin una renta mínima universal. Ni norte ni sur: el mapa del hambre ahora es nacional.
El gobierno promete que el ADI “fomenta la responsabilidad y el empleo”. Cáritas contesta con hechos: los cursos de formación son simbólicos, las colocaciones laborales escasas, y el desánimo, contagioso.
Así se escribe la nueva aritmética social italiana: menos pobres en los papeles, más pobres en las calles. Un milagro contable digno de canonización administrativa.
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