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“Opio del pueblo, impuesto del Imperio”

BlogDiario.info
Globus, 12/06/2025

Por Felix Inkstone, Especial para ElCanillita.info


Desde las vasijas de Diocleciano hasta las mulas de la globalización, el opio no dejó de circular. Lo vendían a granel en Roma con precio fijo y fiscalización imperial. Hoy, en Colombia, se trafica con drones, laboratorios móviles y tarjetas de débito. La diferencia no está en la sustancia. Está en quién cobra la tasa.

Primeros párrafos:
Cuando el Imperio Romano comenzó a tambalearse, no fue por el opio. El opio estaba bien. Reguladito. Se vendía en 793 tiendas legales solo en Roma, y dejaba una recaudación que cubría el 15% del fisco imperial. Nada mal para una sustancia que te quitaba el dolor, la tos, los nervios y la voluntad de armar una revuelta.

Dioscórides, el influencer farmacológico del siglo I, ya lo decía: “aplíquese a quienes no pueden dormir”. No hacía falta más marketing. La droga era accesible, útil y, si se la mezclaba con harina —como hoy con tiza o veneno para ratas—, también rendidora.

¿Y el hachís? Ese era otro cantar. Costaba más. No tenía precio controlado. Era, por así decirlo, el gin tonic de los estoicos.

Desarrollo medio:

Pero como todo lo bueno —y rentable— en este mundo, la paz opiácea se globalizó. La adormidera marchó con Alejandro Magno desde el Mediterráneo hasta las llanuras asiáticas, donde aprendieron a cultivarla mejor que a rezar. Y de ahí, vuelta al mundo: colonias, guerras, triacas, tónicos para la histeria, heroína Bayer y… Medellín.

Hoy, en Colombia, lo que en Roma era negocio de senadores, es empresa familiar con sucursal en cada esquina.
Se reemplazó el edicto de precios por la “cocina” rural.
Se eliminó la tasa fiscal y se impuso el “peaje narco”.

Y si Diocleciano volviera, encontraría que su modius castrense ha sido suplantado por el bidón plástico, y que el kilo de sustancia ya no se vende con sello imperial, sino con código QR pegado al paquete.

Remate:
El Instituto Keely, en 1900, decía:
“El consumo de opio no genera problemas de orden público ni privado. Es como madrugar, trasnochar o quedarse en casa”.

Hoy, en algunos barrios de Bogotá, eso sigue siendo verdad. El opio no genera problemas. Los problemas los tienen los que no participan del negocio.

Porque en definitiva, el opio no es el enemigo.
El enemigo es quien cobra la aduana, decide la ruta, pone la tasa… y se sienta sobre la mercancía como Julio César sobre su silla curul.

La pregunta final no es quién se droga.
Es quién se lucra.
Y entre Heródoto y el cartel de Sinaloa, lo único que ha cambiado… es el color del uniforme.

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