
No es un acuerdo firmado ni mucho menos una paz sellada. Es un plan político en movimiento, un tablero que se arma mientras se juega. El Plan Trump para Gaza, presentado el 29 de septiembre como la hoja de ruta “integral” para cerrar el conflicto, promete alto el fuego, liberación de rehenes, retirada militar gradual y la reconstrucción futura de la Franja bajo supervisión internacional. Todo suena razonable. Todo es, a la vez, extremadamente frágil.
La fase uno, que veremos comenzar este lunes con la liberación de los primeros rehenes israelíes, no es todavía una garantía de paz. Es apenas una prueba de confianza, un test político para saber si Hamás cumple lo firmado, si Israel acepta contener su presión militar y si Estados Unidos puede sostener el orden de la tregua sin despliegues propios sobre el terreno.
El núcleo del plan gira en torno a una promesa ambiciosa: hacer de Gaza una “zona libre de terrorismo desradicalizada”. Fácil de escribir, difícil de ejecutar. Israel sostiene que la desmilitarización llevará años y solo será posible si organismos árabes toman el control político y de seguridad en el territorio. Hamás, por su parte, rechaza la etiqueta de “organización terrorista” y quiere presentarse como movimiento político resistente. Nadie se baja del relato y por eso el riesgo de bloqueo temprano es muy alto.
La retirada israelí será gradual y condicional. Tres líneas de repliegue militar, pero con presencia estratégica mantenida en zonas sensibles. La letra chica indica que Israel no renuncia por completo a su capacidad operativa y mantendrá control aéreo y vigilancia fronteriza. No es una retirada total. Es una reconfiguración militar.
Uno de los puntos políticamente más delicados será la liberación “digna” de rehenes. Washington presiona para evitar escenas como las de enero, cuando Hamás usó su devolución temporal como victoria propagandística. Ahora habrá protocolo: nada de banderas, nada de discursos, nada de desfiles. Será un momento duro para la sociedad israelí y un reloj político para Netanyahu: si el canje de rehenes se percibe como una concesión excesiva, su coalición puede explotar desde adentro.
En el mundo árabe, el plan divide aguas. Egipto, Jordania, Catar y Arabia Saudita ven la tregua como una oportunidad para evitar que Gaza quede completamente devastada y para frenar el contagio regional. Pero Irán, Hezbolá y las milicias iraquíes ven en este proceso una amenaza geopolítica: si Trump impone su plan, pierden influencia en la causa palestina. Resultado probable: fuego cruzado diplomático y riesgo de sabotaje militar indirecto.
Trump sabe que está en el centro del guión. Viajará a Israel y Egipto para demostrar liderazgo internacional y, como bonus interno, capitalizar políticamente en Estados Unidos. Su mensaje es claro: “Yo traigo a los rehenes, yo ordeno Medio Oriente”. Puede funcionar para su narrativa, pero agrega presión: si algo sale mal antes del lunes, el golpe no será para Netanyahu o Hamás. Será para él.
La pregunta clave es: ¿hay paz posible sin resolver quién gobernará Gaza? El documento lo esquiva. Habla de una “autoridad civil interina”, pero no menciona quién la dirigirá, cómo se elegirá, ni si contará con legitimidad palestina. Abu Mazen es una figura agotada y Hamás no aceptará ser excluido del futuro político. El riesgo es evidente: terminar con un vacío de poder convertido en guerra interna palestina.
El plan de 20 puntos tiene fortalezas: introduce un orden temporal, fuerza concesiones cruzadas y trae de vuelta el lenguaje de negociación política. Pero también esconde debilidades enormes:
– No define el destino político de Gaza
– No resuelve la cuestión de los asentamientos
– No establece garantías efectivas de seguridad a largo plazo
– No prevé un mecanismo claro de sanciones ante incumplimientos
En buen castellano: la paz todavía no está ni cerca. Estamos en el prólogo de un proceso largo, con calendario incierto y dinamita escondida en cada cláusula. La primera prueba llegará el lunes. Si la entrega de rehenes fracasa, el plan colapsa. Si avanza, comienza la verdadera pelea: quién controla Gaza, quién financia su reconstrucción y quién escribe el futuro político palestino.
Este no es el final de una guerra. Es el inicio de una batalla más compleja: la batalla por el poder después del fuego.
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