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Sombreros prohibidos, miedos permitidos

Afganistán
Los talibanes volvieron a demostrar que, en su Afganistán, hasta un abrigo largo puede ser un acto de subversión. Cuatro jóvenes de Herat —que apenas jugaban a imitar a los Shelby de Peaky Blinders— fueron detenidos por la policía moral acusados de “promover cultura extranjera”. No llevaban armas, ni consignas, ni intenciones políticas. Llevaban gorras planas. Y eso bastó para encender las alarmas del régimen.

Las imágenes del grupo caminando con estilo británico por las calles de Jebrail habían explotado en redes afganas, un fenómeno casi milagroso en un país donde el acceso a internet es un lujo. Para algunos usuarios eran “los Jebrail Shelbys”, un guiño humorístico que, en cualquier país normal, habría terminado en memes. Pero Afganistán hace tiempo que dejó de ser un país normal.

La policía moral actuó con su celo habitual: detener primero, preguntar después. Según el portavoz talibán Saiful Islam Khyber, los atuendos “contradecían los valores islámicos”. Y así, de golpe, los sombreros, los chalecos y los abrigos se transformaron en amenazas a la virtud pública. No existe creatividad inocente cuando el poder vive obsesionado con controlar hasta el hilo de cada costura.

Los jóvenes, con unos veinte años y cinco millones de seguidores combinados en Instagram, fueron obligados a grabar un video de arrepentimiento. En él, uno declara solemnemente que dejará de compartir “contenido inmoral”. Lo que era un juego estético terminó convertido en un acto de contrición forzada, una escena digna de otra serie: Black Mirror, no Peaky Blinders.

Un amigo de los detenidos resumió la tragedia cotidiana: “La gente vive con miedo. No podemos caminar ni hablar libremente”. Celebrar una serie, una moda o un guiño cultural es, para muchos afganos, el único entretenimiento accesible en un país arrasado por la pobreza, los apagones y el aislamiento. Pero ni eso permite el régimen.

La paradoja es absurda: los talibanes dicen proteger la cultura afgana, pero prohíben hasta la posibilidad de mirarse al espejo de un mundo más amplio. Mientras tanto, millones de afganos dependen de antenas parabólicas clandestinas para asomarse al exterior, en un esfuerzo diario entre la necesidad y el miedo. La modernidad entra por la ventana de un televisor, pero es castigada en la puerta de calle.

El control sobre la vestimenta masculina es apenas la fachada del problema. Detrás se esconde la tragedia diaria de las mujeres y niñas, descartadas de la educación y del empleo, confinadas a una vida sin futuro. Si cuatro hombres jóvenes no pueden vestir un abrigo sin riesgo, ¿qué esperanza queda para ellas?

En este clima, la moda prohibida dice más que cualquier discurso político: la represión no necesita grandes causas para actuar; alcanza con una gorra plana. Lo que para el mundo es nostalgia británica, para el régimen es una afrenta. Y lo que para cuatro jóvenes era un juego, para los talibanes es una amenaza. Afganistán queda, una vez más, reducido al absurdo: en un país lleno de tragedias reales, el enemigo oficial es un sombrero.

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