
Hay temas que huelen a sacristía cerrada, pero que en realidad son pura política. El celibato sacerdotal es uno de ellos. Un voto que se presenta como mandato divino, cuando cualquiera que haya leído una página de historia sabe que nació más por cálculo institucional que por revelación celestial. En política, como en religión, los mandatos eternos suelen tener fecha de creación.
Jesús era judío, vivió como judío y se movió entre judíos. En esa tradición, casarse era tan normal como respirar. Los rabinos hoy pueden formar familia sin que el cielo tiemble. Pero en el catolicismo, con los siglos, el matrimonio sacerdotal pasó de “posible” a “inaceptable”, como si el amor hiciera interferencia con la señal divina. Sin embargo, Pedro, el primer Papa, tenía suegra. Los Evangelios no mienten: Jesús cura a la mujer… y nadie se escandaliza por la esposa del apóstol. Cosas que hoy serían consideradas “demasiado modernas”.
Durante más de mil años, la Iglesia ordenó hombres casados. Luego vino el giro estratégico: un sacerdote sin hijos es un sacerdote sin prioridades domésticas, listo para ser reasignado de un día para otro. Más disponibilidad, menos molestias. Un razonamiento práctico disfrazado de virtud. A veces, la historia de la Iglesia es un manual de recursos humanos con aroma a incienso.
Para frailes y monjas el discurso es distinto: vocación total, familia universal, Dios como único ocupante del corazón. Hermoso en teoría, exigente en la práctica. San Juan de la Cruz lo resumió en cuatro palabras: “Solo Dios basta”. Pero basta para algunos; para otros, el celibato impuesto sigue siendo una mochila ajena que deben cargar.
Y ahí entra Francisco… el original, no el de hoy. Aquel joven de Asís que redactó su Propositum Vitae con más corazón que teología. Doce compañeros, un sueño y un viaje a Roma. Tres meses esperando afuera del Laterano, durmiendo en la calle, mientras los guardias papales miraban para otro lado. Algo así como pedir audiencia en una burocracia moderna: cuando no quieren verte, no existes.
Pero Inocencio III tuvo un sueño, literalmente: vio la Basílica de Letrán derrumbarse y a un pobre sosteniéndola. Y entendió —como entienden los grandes políticos— que a veces conviene abrir la puerta antes de que te la derriben. Aprobó la Regla de los franciscanos, no por santidad repentina, sino porque necesitaba una fuerza popular que no se le rebelara.
Los años pasaron, y aquel movimiento que dormía en las calles terminó convirtiéndose en una multinacional espiritual. El propio Francisco, horrorizado, renunció a los bienes que sin querer había acumulado. Una lección eterna: toda institución nace pura y termina administrando patrimonios, protocolos y miedos.
Hoy, cuando el debate sobre el celibato vuelve a encenderse, la pregunta no es teológica, sino política: ¿qué teme perder la Iglesia si permite que sus sacerdotes vivan como vivió Pedro? ¿Qué estructura cruje si se admite que el celibato no es dogma, sino decisión administrativa?
A veces la verdad es simple: no es la fe la que se resiste al cambio, sino quienes manejan la llave de la puerta.
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