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Melómano sin piedad

Shostakóvich escribió una ópera feroz y electrizante, y Stalin la tomó como un insulto personal. En la Rusia donde la crítica se pagaba con la vida, Lady Macbeth del distrito de Mtsensk fue el pecado imperdonable: demasiado ruidosa, demasiado moderna, demasiado libre para un régimen que prefería los violines sumisos y las partituras dóciles.

Aquel 26 de enero de 1936, cuando el dictador abandonó el Bolshói antes del final, no solo se fue del teatro: dejó la sentencia firmada. Pravda hizo de verdugo cultural y la acusó de “caos en lugar de música”. Y así, la obra con casi doscientas funciones encima cayó bajo un silencio más brutal que cualquier glissando de trombones.

Pero el problema no era la música. Era la libertad. Stalin podía matar generales, deportar pueblos y desaparecer artistas, pero una soprano jadeando pasión en escena le resultaba intolerable. El sexo explícito en la URSS estaba permitido solo fuera del pentagrama: en los sótanos de la policía política.

Con el tiempo, la ópera revivió, como reviven todas las verdades incómodas. Katerina volvió a los escenarios, con sus venenos, sus amantes descontrolados y sus crímenes pasionales narrados por una orquesta que parece reírse —a carcajadas— de las buenas costumbres soviéticas. Ni Stravinsky, con su desprecio aristocrático, logró enterrarla del todo.

Y ahora, décadas después, será La Scala quien cargue con el estallido original. El público milanés, elegante y perfumado, se verá golpeado por la misma música que desconcertó al padrecito de los pueblos. Veremos si sobreviven al trípode ruso: sexo, violencia y sarcasmo orquestal.

Shostakóvich pagó caro sus ironías musicales, pero no perdió la puntería: su Décima Sinfonía fue un baile sobre la tumba del tirano. Un gesto pequeño, pero eterno. A veces la historia se escribe así: con notas que desafinan la autoridad y melodías que exponen la fragilidad del poder.

En sus últimos años, destrozado y tembloroso, dejó claro en Testimonio lo que pensaba del censor mayor: un hombre que merecía versos escatológicos, no himnos heroicos. Y aun así, la censura creyó haber ganado.

Pero Lady Macbeth sigue viva. Stalin, no. Y cuando una ópera sobre asesinatos pasionales perdura más que un dictador, queda claro quién entendió mejor el ritmo de la historia.

Katerina mataba por desesperación. Shostakóvich, por supervivencia. Y Stalin… bueno, Stalin mataba por deporte. La diferencia es que solo uno de los tres tiene entrada asegurada en La Scala. Y no es precisamente el georgiano del bigote.

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