En la Argentina, la indiferencia es un deporte nacional no reconocido por el COI, pero con millones de atletas activos. La frase “¿Y qué querés que haga?” se practica en cualquier esquina: frente a la inflación, al robo, al dólar que salta como liebre, a la corrupción… y hasta cuando el perro del vecino te deja un regalito en la vereda.
Es la filosofía del todo da igual, una mezcla de resignación, mate tibio y fe mística en que, tarde o temprano, alguien va a salvarnos. Porque si no es San Martín bajando de su caballo, será San Perón, San Messi, Santa Evita… y, para los devotos más contemporáneos, San y Santa Milei, que vendrían a redimirnos del infierno fiscal con un par de motosierras y un perro de dos metros.
El problema es que mientras esperamos ese milagro nacional, seguimos haciendo lo de siempre: quejarnos en la sobremesa, indignarnos en redes y, acto seguido, pasar al “bueno, no me amargues el día”. Así, la esperanza divina se transforma en excusa humana para no mover un dedo.
El resultado es un país donde la procesión va por dentro… pero la parálisis va por fuera. Y donde siempre hay un nuevo santo o prócer listo para el altar, mientras nosotros seguimos en la platea, mirando cómo la historia pasa de largo y murmurando:
—Y bueno… ¿qué querés que haga?
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